Kevin H. Montoya Cruces
Don Rey, un hombre con muchas tierras, después de la jornada de trabajo, tenía la costumbre de narrar sus experiencias, sobre todo, cuando se sentaba a cenar. Recuerdo una de esas noches, él empezó quejándose. Tal vez, y hasta ahora no lo sé, porque su día no estuvo del todo bien.
“¡Aaaayyyy!” se lamentaba y añorando decía: “el mundo está cada vez peor, ya nadie respeta a la gente neta del valle, estos cholos se quieren pasar por encima de uno; así es pues. Estos cholos estaban acostumbrados a comer cebo, pero cuando probaron aceite, se refinaron”.

Por mi mente pasaban muchas cosas, pero al final solo asentí y le di la razón, quizá porque yo solo quería escuchar sus anécdotas y evitar debatir sobre ningún tema. De repente dijo en voz baja: “Todo por Velazco, con su reforma agraria, regalarles tierras y querer igualarlos a los criollos”.
Se notaba en sus palabras, para cualquiera que no lo conociera, cierto racismo. Pero sus ojos decían lo contrario, puede que se estuviera arrepintiendo mientras hablaba… rápidamente comprendí que él fue una de las personas que tuvo que compartir sus tierras. Él era un acervo de historias, a pesar de su hablar fuerte, nada se compara con aquella forma de ser, abierta y sincera, hasta rayar con lo brusco. Podría haber dicho que los cholos eran tal o cual, no por desprecio, más bien, por los años de haber tratado con la gente más variada.
Los valles son pequeños oasis frente al gran desierto de la así llamada sociedad avanzada. Son la fuente de vida, el reducto de la unión de la naturaleza y el trabajo humano.
Mientras yo estaba pensando en todo eso, él prosiguió; “déjame contarte una historia, de cuando era muchacho”. Inmediatamente dejé de pensar y le dediqué mis cinco sentidos, pues era lo que yo quería oír, de esta manera empezó:
“Allá por el año setenta, cuando se dio la repartición de tierras, muchos cholos las ganaron; uno piensa que ellos serían más humildes, pero lo primero que hicieron fue imitar a su patrón, con sombrero vaquero, pantalones de tela fina y botas de cuero; solo les faltaba el látigo enrollado y se volverían como sus propios ex patrones”. Y uno que ha recorrido lugares, comprueba lo que Don Rey decía, porque, por más finos que se vistiesen no se pueden igualar a los pioneros del valle, su hablar y su terquedad los delata. El sonoro y telúrico quechua, mezclado con el español, es su marca para toda la vida.
De pronto, Don Rey, quedó en silencio. Como si algo, el ex gamonal, estuviese recordando o tal vez extrañando. Mientras tanto, aproveché la pausa para servir el café. Hacía mucho frío y entre sonrisa, tímidamente dije “sería mejor un buen vino añejo para entrar en calor”; a lo que Don Rey, fulminante, impulsado por el resorte del orgullo por su tierra, expresó: “en esta quebrada vas a encontrar los mejores vinos. Tenemos tradición vinera, entre agosto y setiembre hay la poda de la viña y debe de ser en el cuarto creciente de la luna para que así el viñedo de buenos racimos.” Yo no necesitaba más afirmaciones, parte de mi vida disfruté de los frutos que la tierra fecunda da a sus hijos. Los valles son pequeños oasis frente al gran desierto de la así llamada sociedad avanzada. Son la fuente de vida, el reducto de la unión de la naturaleza y el trabajo humano. Por ese motivo, siempre me gustó conversar con las personas mayores, pienso que son la hechura del tiempo, sobre todo, porque sus vidas, plagadas de experiencias, dan mucho que contar.
“Don Rey”, le dije, “voy a podar sus viñedos y verá que en su pisa de uvas sacará más vino del esperado”. Él entre risas, dijo, dirigiéndose hacia mí: “me traes el recuerdo de la historia que te iba a contar”. Nuevamente agudicé mis sentidos y quedé en silencio. Continuó: “resulta que un cholito se hizo de unas tierras con bastantes viñedos, por eso fue conocido como Don Carrillo. Llegó el mes de agosto y buscó a sus amigos, Pedro, Alipio y Jacinto, que seguían siendo peones… aceptando ellos el trabajo acordaron empezar al día siguiente, en la madrugada” –asegurándose que entendiera la importancia de la madrugada para un chacarero, me explicó– “para la faena es bueno madrugar pues los rayos del sol son sofocantes y no dejan trabajar como uno desea”.
Entonces llegada la madrugada empezaron a trabajar, según seguía el relato de Don Rey. Pedro cantaba mientras cortaba las cepas de la viña, los otros escuchaban y seguían el ritmo con sus tijeras. Carrillo, como patrón, cortó unas cepas de la viña y trenzándolas hizo un látigo (sarmiento). La tradición era que el patrón observe que todos trabajen y si alguien se atrevía a descansar, pues, látigo con el sarmiento. Este latigazo iba acompañado con su poco de “sal” para “castrar” la herida. “Sal”, así le decían al vaso de vino.
Algunos peones solo, por recibir su poco de sal o sea tomar su vaso de vino, no les importaba recibir el sarmiento y descansaban a propósito, pero, cuando un peón recibía un sarmiento y el patrón no tenía el poco de “sal”, este peón tenía derecho de devolver el sarmiento al patrón.
Pedro seguía cantando “hay cholita ¿Por qué con mi corazón has jugado? Si yo siempre te he amado…” cuando de pronto se escuchó gritar a Jacinto “¡Aaaaayyyy! ¡Una logronteja! ¡Una logronteja!”. Alipio, que estaba cerca, le preguntaba “¿Pecó? o ¿no pecó?”. Jacinto asustado respondió: “no pecó”. Pedro que ya había corrido para auxiliar a su amigo preguntaba: “¿dónde está el animal?”. “Ahí”, respondió Jacinto, señalando la cabeza de algún reptil entre las piedras y la paja. Pedro entre risas dijo: “Jacinto sonso, tú no sabes, eso no es logronteja, eso es vebóra”. “No”, dijo Alipio con una voz firme, “yo soy más conocedor que ustedes, eso es colebra”. Carrillo, el patrón, que ya había escuchado aquella discusión les dijo: “¿qué sabrán ustedes? Yo soy mucho mejor conocedor… eso es sapo”.
De pronto, el pequeño animal salió de entre las piedras, corrió para alejarse de los hombres, dejando al descubierto todo su cuerpo; quedó claro para todos que era una pequeña lagartija, pero Carrillo, por ser el patrón y demostrar su autoridad dijo, “No había visto un sapo que corra, puede que el viñedo lo haya emborrachado y este animal haya olvidado su origen”.
Don Rey, finalizando su historia, soltó una risa sincera –y yo le acompañé con júbilo y sorbí un poco de café para sentar la anécdota–, luego dijo: “estos hombres, que no podían hablar, ´logronteja´ o la ´salamanqueja´, ¨vebóra´ por víbora y ´colebra´ por culebra… El cholo Carrillo quiso salvarse, pero solito lo delató su terquedad, típica del reacio agricultor”. Terminó sentenciando Don Rey; con los ojos brillantes, saboreando el relato, mitad alegre, mitad añorante, como los huaynos, aquellas canciones de nuestro folclore. Aunque Don Rey no se diera cuenta, la anécdota que contó me hizo reflexionar sobre el contraste entre las personas de abolengo y las recién sumadas al “patronaje”; ambas de la misma cultura, pero diferenciándose porque sí.
Las tradiciones y la evolución de la misma nos demuestra la riqueza en cultura que poseemos la unión de culturas, costumbres y tradiciones contribuye a perfeccionar la esencia de cada persona y la relación con el mundo.
Muy buen relato kevin, la evolución de sociedad y la manera en la que fue adaptándose cada persona con las nuevos cambios. A su vez su en el pasado las personas se hubieran dado cuenta de los errores que cometían los «patrones». Podrían haber hecho algo para corregirlo y cambiar los estándares de clase.
Agradezco tu comentario, muchas gracias por leerlo, la identidad es importante, pero más importante es identificarse conscientemente con esa identidad.
Es cierto que las costumbres se van uniendo con otras y esto a su vez se vuelve un tema para debatir, lo tomare como referencia para mis próximas publicaciones.
Muy buen relato y entretenido, nos hace recordar nuestros antepasados, cada uno de nosotros sabemos de la cepa de donde somos y vivimos orgullosos de eso. Saludos