Mazamorra

Lucas Manuel Pilco Prado[1]

Corría el año 1856 cuando arribó al Perú Don Ferguson, un escocés vetusto de nariz robusta y de cejas macilentas. Le fallaba un ojo, sus brazos eran pequeños a comparación del tronco y el pensante parecía relleno de chucherías. Podemos decir que era una botarga humana, sin duda su apariencia desproporcional intimidaba; y ni qué decir de su apetito, simplemente ciclópeo. Sufría de disartria y decenas de otros males que ya no recuerdo. Pero vaya chiste de hombre, era el hazmerreír de ingleses, irlandeses y otros escoceses. Tal vez para ser objeto de burlas ser católico no es motivo de exclusión. 

    Bueno, según lo que me contó, allá lo consideraban un gran catador de postres. La verdad era otra, Ferguson era un adicto al azúcar y un huérfano. Dilapidó sus escasos bienes participando de expediciones culinarias; así las llamaba él. Este pródigo de dulzores sentía una debilidad por lo exótico, poco le importaba su origen. Fue tanta su excentricidad que miraba a la miel con lujuria, sus vicios eran otros al igual que sus pasiones.

Le contaron en Cartagena que en la Ciudad de los Reyes preparaban un postre moradito, exquisito y bien servido llamado mazamorra. Ferguson no lo pensó más, llegó al Perú y lo primero que hizo fue emprender la búsqueda de su nuevo botín. Este Francis Drake escocés olvidó registrar su ingreso al país, declarar sus cachivaches y preguntar por un doctor en caso la diabetes tocara su puerta. Dos años antes Ramón Castilla había abolido la esclavitud, y desde entonces al caer la tarde en la plaza Mayor algunas negritas vivián su libertad vendiendo este suculento platillo.

— MAZMORRA, MAZMORRRA. I WANT MAZMORRA —gritaba Ferguson por las rúas capitalinas, apenas y se le entendía por el trastorno que padecía.

    Ya varios lugareños lo miraban extrañados. Un hombre blanco, de un inglés extravagante y una voz nasal pidiendo ser encerrado en un país en donde se acababa de abolir la esclavitud. Qué jocosa escena, ¿no?  Claro, hilarante para algunos. La mayoría se ofendió, en especial los antiguos esclavos.

— PLEASE HELP ME, I JUST WANT SOME MAZ…! —un derechazo no le dejó terminar la oración¬, impactando directamente en el ojo sano.

     Entre 5 negros dejaron moradito a Ferguson, pero sin canela. Le dijeron de todo, ese día se dio cuenta que no tenía diabetes porque la hemorragia nasal paró en minutos y si hubiera sabido hablar castellano se regocijaría al saber que ya no era considerado como huérfano, al menos por el lado materno. Felizmente llegó un integrante de las fuerzas del orden a salvar su humanidad. 10 minutos más de sazón, y yo ya no habría conocido la compañía de este imprudente donnadie.

— THANK YOU… GOD, THEY TRIED TO KILL ME! —exclamó ante el oficial que lo ayudó a levantarse.

Le contaron en Cartagena que en la Ciudad de los Reyes preparaban un postre moradito, exquisito y bien servido llamado mazamorra. Ferguson no lo pensó más, llegó al Perú y lo primero que hizo fue emprender la búsqueda de su nuevo botín. Este Francis Drake escocés olvidó registrar su ingreso al país, declarar sus cachivaches y preguntar por un doctor en caso la diabetes tocara su puerta.

     Luego de escuchar los argumentos de Ferguson sobre lo que vino a hacer en Lima y sin poder superar las barreras del idioma, el novel oficial se lo llevó de paseo. Nada más y nada menos que a la fortaleza del Real Felipe, mi noble castillo.

     Tengo que confesar que a pesar del aspecto en el que conocí a Ferguson, fue un gran compañero y un excelente interlocutor. Compartimos aposento por dos años, todos los días yo le hablaba de cómo mis planes para recuperar la monarquía en el país habían fracasado y él asentía en silencio, tal vez ni siquiera me escuchaba.

    Entre mis delirios y su rencor por la mazamorra hacíamos un dueto disímil. Lástima que los guardias no lo podían ver. Ellos me tildaban de loco y yo, de realista empedernido.


[1] Estudiante de Filosofía (UNSA) y Derecho (UCSP). Primer lugar en el concurso “Escritura creativa” (2021) organizado por la Universidad Católica San Pablo.

Un comentario en «Mazamorra»

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