Arequipeños: el malo y el bueno

Alonso Castillo Flores

El mal arequipeño cree que para amar a la Ciudad Blanca necesariamente debe odiar a los pueblos hermanos.

El buen arequipeño no solo engrandece su tierra, también intenta conocerla y comprenderla.

El mal arequipeño detesta las sayas y las diabladas pero ama al pop y los mariachis como si fueran suyos.

El buen arequipeño no sufre del vicio provincialista, piensa –como Mostajo– en el continente entero.

El mal arequipeño se jacta de serlo, pero no conoce los picantes jallaris ni tiene idea de cuál es la sopa del día.

El buen arequipeño no se olvida de que le decían a su tierra “Arequipa revolucionaria”, y apuesta por los cambios progresistas.

En buen arequipeño que conoce su cultura sabe que ser de esta tierra es ser un Cholo picantero, y no usa la palabra para denigrar a nadie.

El mal arequipeño condena las protestas y las barricadas y no sabe que las batallas del muro de adoquines son larga tradición arequipeña.

El buen arequipeño ama al terruño y detesta toda destrucción de la campiña y los valles, a costa de «más desarrollo».

El mal arequipeño insulta al hermano compatriota y se arrodilla ante el extranjero y su dinero.

El buen arequipeño ama el volcán y el sillar, pero se preocupa más por el pueblo que a diario trabaja nuestra economía.

El mal arequipeño se cree distinto al peruano pero es igual al de la capital, es racista y se acompleja del Perú profundo.

El buen arequipeño ama su condición de serrano y comprende que sin Sierra no hay volcán alguno.

El mal arequipeño promueve la instrucción actualizada de sus hijos pero se ha olvidado de los valores y motivos lonccos.

El buen arequipeño entiende que el nuevo mestizaje de Arequipa es verdadera expresión de peruanidad.

El mal arequipeño migra a otras tierras, pero insulta al que se muda a vivir a Arequipa.

El buen arequipeño cultiva sus tradiciones y las expone a los demás en vez de atacarlos por tener otros hábitos.

El mal arequipeño parrandea con X-Dinero pero ni si quiera ha oído de Los Dávalos y el Trío Yanahuara.

En buen arequipeño que conoce su cultura sabe que ser de esta tierra es ser un Cholo picantero, y no usa la palabra para denigrar a nadie.

El mal arequipeño reniega con los caporales en el Corso pero no juzga los elencos comerciales de globitos y reguetón.

El buen arequipeño vive el wititi y no lo ve como una danza exótica, buena solo para el turismo y el lucro.

El mal arequipeño es indiferente a las lenguas y pueblos originarios y no reconoce el elemento quechua y puquina de su tradición loncca.

El mal arequipeño condena las protestas y las barricadas y no sabe que las batallas del muro de adoquines son larga tradición arequipeña.

El buen arequipeño entiende que es hijo de Melgar y del Deán Valdivia, y lucha contra todo lo que es injusto.

El mal arequipeño cree que el «León del Sur» es un apodo y no el sentimiento de la «nevada» que llama a defender la patria.

El buen arequipeño se esfuerza, como Pedro Paulet, más en crear y afirmar que en criticar y negar.

El mal arequipeño está más concentrado en hincharse de adobo que indignarse por la miseria de la salud pública y la educación de su ciudad.

El buen arequipeño se siente tan seguro de su amor a su tierra que no necesita odiar a ningún vecino.

El verdadero arequipeño se hace, no se nace.

¡Viva Arequipa, tierra de próceres y poetas!

(Publicado en Disenso. Crítica y Reflexión Latinoamericana, en agosto del 2020)

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