Alonso Castillo-Flores
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Había una comarca cuyos habitantes decían que sus abuelos eran hombres muy esforzados y valerosos, que supieron enfrentarse a cualquier acecho. Contaban que habían superado diluvios, enfrentado plagas, aniquilado monstruos, pero había una especie de alimañas aún vivas que ellos simplemente llamaban “siniestros”. En esos tiempos, la historia y la ficción se confundían, y se decía que los siniestros rendían culto a la Muerte, y lucían a su imagen y semejanza: vestían turbantes negros con capuchas puntiagudas y llevaban una guadaña de verdugo al hombro. Unos creían que eran fantasmas que en vida habían sido vagabundos sin destreza alguna para sobrevivir. Otros contaban que fueron degradados a la condición de energúmenos por ser ociosos y parasitar la tierra.
Pero —narraban— ni siquiera unas criaturas tan peligrosas lograron minar la comarca, los humanos valerosos lograron tener confinados a los siniestros en el inframundo. El enemigo rondaba la comarca y de cuando en cuando cometía un ataque y asesinaba a los hombres de bien. Pero estos hombres habían elaborado una ciudadela tan perfecta y eficiente que inmediatamente identificaban el peligro y se deshacían de él. Enormes tableros de mármol de la mejor calidad anunciaban los hechos ocurridos en la madrugada: “Dos enemigos sucios abatidos en intento macabro”, “Comisariado de Paz ajusticia grupo de dementes siniestros”.
Las noticias causaban furor, varios citadinos clamaban a los defensores de la paz, los dueños de los tableros eran galardonados por sus raudos anuncios. Los niños jugaban en la escuela. “¡Soy un siniestro, gruuaaa!”, decía uno. “¡Muere, sucio enemigo, ja, ja!”, contestaba su contrincante. Había talleres que burlaban la censura y creaban muñequitos de siniestros y comisarios. Padres y maestros reprendían a los niños, algunos les prohibían pronunciar la palabra “sinestro”.
A una tierra tan engrandecida en las historias no le faltaron grandes eruditos: “Los seres humanos estamos hechos de diestra astucia y diestra industria”, dijo uno. Una famosa sentencia decía “Trofeo y destreza, humana belleza”. Un extravagante pensador escribió: “Todo ser inteligente es moral por naturaleza, hasta los siniestros tienen instituciones de reglas morales”. Tras un juicio rápido fue decapitado por blasfemia, sus libros fueron lanzados a la hoguera.
Había jóvenes que demoraban en adquirir el industrioso don de la destreza, y eran denostados y ridiculizados. “Si no destacas en tu astucia, te llevarán los siniestros, y te matarán. Te volverán uno de ellos, te obligarán a rezar cánticos de muerte”, decían sus maestros. Otros decidían ser valerosos y querían licenciarse como comisarios. Aristocles era uno de ellos, soñaba con condecorarse como “El Comisario Almirante que descendió al inframundo y regresó vivo”. Reclutó a varios hombres valerosos que trabajarían en su proyecto.
Cuando cumplió los 45 años y formó parte del Comisariado de Paz, su hija ya había terminado sus estudios secundarios. Centrado en su carrera, no se dio cuenta que la joven Carmila había desaparecido. Unos le dijeron que una moda ridícula de jovenzuelos despertaba una fascinación erótica por aquellos seres horrendos, la niña se habría enamorado. “¡Qué talento para pensar estupideces!”, gritó. Pero la versión más difundida era que la hija fue violada y tomada prisionera por los siniestros.
Con todo, Aristocles esperó recibir el diploma de almirante y, habiendo burlado algunos controles del Comisariado de Inteligencia, llegó con sus reclutas al inframundo a rescatar a su hija y, sobre todo, a cumplir su sueño de condecorarse. Zonas desérticas arruinadas, montículos gigantes de ceniza, casas calcinadas, nubes negras aún cálidas, árboles hechos carbón, ese era el inframundo. “Lo ‘siniestro’ significa ‘incendio’, ¿verdad?”, preguntó un reclutado a otro. Tuvieron que cruzar enormes matas de vegetales tiznados pero frondosos y muy frescos. Finalmente, encontraron a la hija, estaba embarazada y tenía un vestido negro haraposo.
El padre del bebé estaba junto a ella, y era nada menos que un siniestro. “¡Maldito seas mil veces! ¡Comerás tus cenizas mientras ardes en llamas!” Pero el comisario moría de miedo y confusión, “¿puede acaso un monstruo embarazar a una joven?”, pensó. A los almirantes de bajo rango como él se les tenía prohibido hablar a los siniestros y mirarlos al rostro. Pero Aristocles ya sabía quebrar la ley:
—¡Dime cómo me deshago del engendro que ha concebido mi hija y podrás morir tranquilo!
—Ustedes no tienen la más mínima idea de lo que somos. Sus hombres rinden culto a la “destreza”. Son diestros, diestros en mentir, en embaucar, en utilizar a los demás, con tal de conseguir medallas. Ustedes azotan y abusan de nuestros hermanos en la comarca. Ustedes les quitaron las tierras a nuestros abuelos e incendiaron las pocas que les quedaban. Para nosotros el único Maestro es la Vida, pero veneramos a la Santa Muerte, porque ella era la única que podía librar a nuestros antepasados de su miseria. Vestimos atuendos color ceniza porque las nubes los pintan, nos ponemos capuchas para proteger nuestra identidad de los comarcanos, y usamos grandes guadañas porque trabajamos cultivando nuestras matas sin robar a nadie. Sabemos defendernos, pero ustedes han bastardeado el nombre de nuestra hermandad y lo han enmasillado…
—¡Blasfemia! ¡Qué se supone que eres, hijo del demonio!
Carmila interrumpió:
—Es un hijo de la “Hermandad Ecuménica Sin Diestros ni Maestros…”
—¿Sin-diestros? ¡Qué diablos…!
—…una comunidad sin embaucadores ni esclavizadores, como los comarcanos y los maestros, que atormentan a sus hijos varones persiguiendo el don de la “destreza”, engañando y esclavizando a los demás. ¿No es así cómo tú triunfaste en tu carrera? ¿No secuestraste a “tus” hombres? Ustedes descuidan a sus hijas mujeres en su afán de gloria, y es así como me abandonaste. Preferiste licenciarte antes de venir a buscarme. Vine por mi voluntad, seré miembro de la hermandad, y criaré a mi hijo bajo sus valores.
Aristocles cogió al monstruo del cuello y le quitó la capucha. El “siniestro” era un humano, un muchacho muy atractivo, de piel tiznada y apariencia ruda. El almirante cayó al suelo del estupor, desmayó, pero se levantó al instante, cogió la guadaña del siniestro y se le clavó él mismo en cuello. Prefirió el suicidio antes de aceptar su monumental desgracia. Carmila dio un grito horrendo, fue a abrazarlo, y sus lágrimas limpiaron las manchas de ceniza en su rostro, pero nunca limpiaron el dolor de quien pierde a un padre ausente que, después de todo, amaba.
Al día siguiente en la comarca, los tres dueños de todos los tableros publicaron la mala noticia: “Almirante padre de niña violada por alimaña oscura cae asesinado por los siniestros. Recibirá condecoración póstuma por los Diestros Patrones del Comisariado de Paz”.