Pensar para vivir

Ayrton Armando Trelles Castro

atrellesc@unsa.edu.pe

La filosofía ha constituido el espíritu del pensamiento. Sin embargo, su naturaleza interrogativa y su percepción aguda de las cosas no se puede desprender de quienes la han producido. Esto quiere decir que el pensamiento no existe sin el pensador o pensadora. La cuestión está, entonces, en saber por qué el filósofo o la filósofa dijeron lo que manifestaron cuando estaban pensado. De tal manera que al preguntarnos sobre lo que estas personas han presupuesto antes de pensar, nos colocamos en la inquietud que impulsó sus ideas.

Quienes se lanzan a pensar, sin saberlo o quizá sospechándolo, consideran que ese oficio no tiene medias tintas, lo cual es, en otras palabras, pensar o morir en el intento. Aunque, para algunos, pensar sí conlleva a morir en el intento, porque eso implica tomar partido. Por eso, más allá de la conocida división de los pensadores en dos bandos: los idealistas y los materialistas, podemos decir que en realidad se dividen entre: los que viven para pensar y los que piensan para vivir.

Pensar para vivir no es lo mismo que vivir para pensar. Lo primero se ve impulsado por la toma de posición, por inclinarse existencialmente hacia el bando más vulnerable, que no tiene nada que perder porque lo ha perdido todo y sólo posee para sí la esperanza. Por el contrario, vivir para pensar es heredar la tradición del pensamiento, rigurosamente, y someterla a su interpretación, fascinantemente, para proceder a catalogar y organizar lo que se pensó. El resultado de esta postura es especializarse en catalogar lo que puede ser digno de llevar el nombre de filosofía y aquello que debe ser desestimado.

La historia del ser humano, en ese sentido, está plagada de condenas, desde Adán a Jesús, de Moloch al Dios mercado, la humanidad es un ser condenado. Por eso el pensamiento, después de la revelación, coloca al pensador como maestro de la sospecha, percibe que ante si no sólo hay datos, ni fechas, ni cifras, ni acontecimientos, sino las venas abiertas de una criatura gigantesca gimiente y apesadumbrada: su realidad.

Las escuelas de pensamiento son capaces de producir una técnica, depurada y fina, con la cual se reglamenta los pasos para pensar. Ellas son especialistas en autores y corrientes. La característica que la diferencia del pensamiento denominado no especializado, es conocer a fondo lo que los pensadores dijeron y enseñar aquello de la forma más exacta posible. El pensamiento que forma escuela, por el contrario, depura y refina lo que la época tiene enredado y poco definido, con el objetivo de mostrar, desde las entrañas de los acontecimientos, las monstruosidades que por lo común son ocultadas. El pensamiento que forma escuela no es especialista, sino se especializa en fomentar la provocación más grande que existe: la sospecha.

La sospecha no es posible sin que exista, previamente, la epifanía. Esta palabra que suena dulce es amarga, porque significa revelación; ella existe en el pleno proceso de los acontecimientos. Una revelación es el comienzo del pensar, es la crisis, lo cual significa el momento decisivo, que se conoce en lenguaje técnico como tiempo-ahora (kairos), el tiempo del peligro, donde la vida o la muerte se entremezclan y la incertidumbre es el pan de cada día. Esa crisis que revela, cuestiona la existencia de la persona y a ella no le queda más remedio que comenzar a interrogarse, es decir, comenzar a pensar y esforzarse por llegar a la raíz de los problemas.

La revelación es en sí el ángel de la historia. “Donde ante nosotros aparece una cadena de datos, él ve una única catástrofe que amontona incansablemente ruina tras ruina y se las va arrojando a los pies. Bien le gustaría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destrozado” (Benjamin, 2010, p. 64). La historia del ser humano, en ese sentido, está plagada de condenas, desde Adán a Jesús, de Moloch al Dios mercado, la humanidad es un ser condenado. Por eso el pensamiento, después de la revelación, coloca al pensador como maestro de la sospecha, percibe que ante si no sólo hay datos, ni fechas, ni cifras, ni acontecimientos, sino las venas abiertas de una criatura gigantesca gimiente y apesadumbrada: su realidad.

Cuando se gira hacia la realidad misma no es posible expresar la idea acabada y bien pulida, como si se tratase de un fruto perfecto. Al contrario, es la manzana de la discordia. El problema de los que viven para pensar es agarrarse de lo ya concebido y desde esa comodidad dejar de lado lo que consideran no filosófico, cuando en realidad la filosofía parte de lo que no es filosofía aún. Porque “la filosofía piensa lo no filosófico: la realidad” (Dussel, 1980, p. 13).

Martín Buber (1955) en ese sentido percibe que al pensar lo no filosófico, más que desarrollar la exposición de una idea, se intenta exponer una idea en desarrollo. Esto significa que pensar para vivir es considerar el cambio de la realidad, por lo que las ideas no pueden ser eternas, éstas caducan cuando han pasado a ser el repertorio de quienes viven para pensar, porque las ideas que permanecen son las que aún incomodan. Por esa razón causa mucha gracia un cuento de Borges titulado “La busca de Averroes” (1997), done el filósofo cordobés está obsesionado en comprender a otro pensador, Aristóteles, y el centro de su sabiduría y la crisis de su existencia giran alrededor de ese asunto. Como si la sabiduría y la crisis de la existencia tuvieran como cosa genuina obsesionarse con un autor y sentirse orgullosos de comprenderlo y repetirlo.

Comprender y repetir a un pensador no es un objeto en sí mismo. Si fuese así el caso, bastaría con regocijarse en los tomos de la historia de las ideas, sin embargo, para pensar hace falta más que eso, es tener la sensibilidad de sentir a la realidad más real y a la carga más pesada y a la incomodidad más incómoda, para ir a los problemas que fácilmente no se identifican o verlos donde a simple vista no aparecen. Si el pensador o pensadora al que se recurre ayuda en eso, es muy pertinente regocijarse de entenderlo porque al hacerlo uno puede ir aclarando lo que previamente se ha sentido.

Quienes son capaces de sentir a su época como si sintieran a su mismo corazón tienen que coronarse, no para ser el rey o la reina de la filosofía, sino con la corona de espinas; porque el pecado de pensar para vivir es efectivamente oponerse a quienes tienen que dejar morir para vivir. Y en nuestro tiempo, el cual viene a ser una única catástrofe, ¿seguiremos viviendo para pensar?

Referencias bibliográficas

Benjamin, W. (2010). Ensayos escogidos. El cuenco de plata.

Borges, J. L. (1997). El Aleph. Alianza Editorial.

Buber, M. (1950). Caminos de utopía. Fondo de Cultura Económica.

Dussel, E. (1980). Filosofía de la liberación. Universidad de Santo Tomás.

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