Kevin H. Montoya-Cruces
kmontoyacr@unsa.edu.pe
En la hacienda La Perla solo vivía un hombre y su amado hijo, Don Juan Tenorio y Miguel. La Perla fue un regalo del Virrey García a Don Juan, porque en el siglo XVIII algunos de los españoles asentados en tierras peruanas emprendieron la retirada a su natal país, de esta manera el Virrey recompensaba los muchos años de trabajo, la cobranza de impuestos y, como Don Juan era de su entera confianza no hubo que pensarlo dos veces, la hacienda La Perla fue cedida.
Don Juan no tuvo mucho que cambiar en La Perla pues, siempre fue él quien la administró, solo hubo un cambio de poder. Esta hacienda estaba situada en Uquisaca, un anexo de Urasqui, lejano distrito de la provincia de Camaná.
El clima y suelo de los valles siempre es bendecido por la sonrisa de Dios, será por lo que, la palabra “hambre” es indiferente al campesino costeño. La Perla tuvo sus años mozos en la adultez temprana de Don Tenorio, pues producía gran cantidad de frutas, tubérculos y forraje para los animales, además en La Perla encontrábamos las mejores cabezas de ganado, nada que decir sobre la abundancia de vino y pisco. No digo que era un paraíso, por lo que pasó después.
Don Juan Tenorio contrajo matrimonio con Doña Narcisa De La Vela. Después de largos años de romance, tendrían un lindo bebé, quien por azares del destino no tuvo la suerte de poder gozar de la leche del seno de su madre. Don Juan cambió su tristeza por amor a su hijo, a quién llamó por nombre Miguel, creció como todo nacido en cuna de oro, con lo mejor, todo aquello que Miguel pedía se le sea concedido.
Cierto día soleado y cansado, Don Juan le comentó al niño Miguel: Hijo, trabajé toda mi vida para hacer de La Perla un Edén, tu eres mi único heredero, así que cuando tengas barbas todo lo que observas será tuyo. Miguel, que no sabía de sacrificio, quedó con aquellas palabras internalizadas, y cada vez que las recordaba le decía a su padre: Papá, ya quiero tener barbas para que todo esto sea mío, nada más que mío.
Pasaron los años y el adolescente Miguel disfrutaba de todo lo conseguido por su padre, festejaba como si no hubiese un mañana, se rodeaba de las mejores mujeres y cuando quedaba ebrio la gente lo escuchaba decir: “Yo soy Miguel Tenorio De La Vela, el futuro dueño de La Perla, soy el dueño del pueblo y soy el dueño del dinero, aquel que quiera gozar la vida ríndase a mis pies, que dinero basta y sobra, lo que no hay es suficiente tiempo para gastarlo”. La gente del pueblo se apegaba a los hombros de Miguel y no era por aprecio, solo así pasaban los días y noches sin gastar un centavo.
Llegó el día en que Miguel despertó de una larga borrachera y cuando fue a lavarse la cara se dio cuenta de que la piel de sus mejillas hincaba sus manos blancas, “ja, ja, ja”, empezó a carcajear, “mi momento ha llegado, es hora de poder vivir la vida y hacer lo que yo quiera, sin que nadie, absolutamente nadie me diga qué hacer”. Típico berrinche de niño cuando pide ser grande, porque piensa que alcanzando la mayoría de edad se le solucionaran los “muchos problemas” que tiene.
Miguel presuroso fue donde se encontraba su cansado padre y airosamente le replicó: “Padre, es momento de que me entregues toda la herencia, mira mi cara, tengo barbas, barbas que representan mi fortaleza como hombre, barbas que dictan y gritan libertad, barbas que dicen que La Perla es mía”. El padre, que ya estaba muy cansado de la vida que llevaba, le dijo: “hijo, si te lo he prometido, yo he de cumplir mi palabra, ahora todo lo mío es tuyo, yo me retiraré a caminar por el mundo, pues siempre quise saber cómo es la realidad fuera de La Perla”.
El joven Miguel nuevamente respiró aire puro, infló el pecho y, como era de costumbre, empezó a regar el dinero por cualquier bar que le parecía atractivo. En uno de los bares conoció a una joven, hermosa como ninguna y la perdición de muchos hombres, Miguel, mostrándole las alforjas llenas de dinero, logró enamorar a Teodolinda, la hermosa joven.
El hijo ingenuo y egocéntrico no le importó la decisión de su padre, en cuestión de horas se encontraba solo y con toda la hacienda a su cargo. Lo primero que hizo fue vender las cabezas de ganado a un hacendado del pueblo vecino, pues para Miguel representaba una pérdida de tiempo y exceso de trabajo. Una vez que se vio con las alforjas llenas de dinero, empezó a visitar todas las cantinas y burdeles de los pueblos, siempre con ese orgullo y ese despotismo que lo caracterizaba; el dinero le duró más de unos cinco meses. El joven, al ver que las alforjas disminuían su peso, buscó a otro hacendado, esta vez de un pueblo más lejano y le ofreció las tierras de La Perla, el segundo hacendado aceptó y le retribuyó con un buen convoy de alforjas de dinero.
El joven Miguel nuevamente respiró aire puro, infló el pecho y, como era de costumbre, empezó a regar el dinero por cualquier bar que le parecía atractivo. En uno de los bares conoció a una joven, hermosa como ninguna y la perdición de muchos hombres, Miguel, mostrándole las alforjas llenas de dinero, logró enamorar a Teodolinda, la hermosa joven.
Después de muchas noches de lujuria y de derroche económico, Teodolinda dijo al joven Miguel: “¿No te parece que esta casa en la que vivimos es muy grande? ¿Por qué no la vendemos? De esa manera tendremos más dinero y compramos una casa pequeña, en donde no me pierda al buscarte y poder abrazarte más seguido”.
Nuestro joven enamorado hizo lo que Teodolinda le había aconsejado, comprando una casa con un cuarto y un baño. Ya La Perla no tenía un solo dueño, y el nombre de la hacienda fue olvidado por la gente del pueblo. Miguel pudo vivir unos años con Teodolinda, pero al ver que su dinero se le acababa, la hermosa mujer se fue con otro hombre con mayor dinero.
Miguel sintió que la vida se le acababa; sin dinero, en los bares ya no lo aceptaban, las mujeres no lo miraban y aquellos que decían ser sus amigos ni un vaso de agua le brindaban. El joven Miguel decidió ir en busca de su padre, después de unos meses de camino, se encontró con una señora que le dio razón: “Sí, joven”, le dijo, “Don Juan Tenorio se encuentra en el cementerio del pueblo, murió de pena, decía que en toda su vida lo único que hizo fue criar mal a su hijo, porque el amor no siempre es dar, sino también a veces ahorcar”.
Las lágrimas brotaron de Miguel como si un río bajase por los cerros e inundase los pueblos de lodo. La señora solidaria le susurró: “¿llora por la muerte de Don Tenorio?” “No”, dijo Miguel, “mala no es la muerte, mala es la ausencia de mi padre”.
Ya no quedaba nada, ni La Perla, ni el padre de Miguel. El joven pasó deprimido mucho tiempo, dormía en las esquinas, en las bancas de las plazas, bebía agua de las acequias, y pasó de ser Miguel Tenorio De La Vela a ser el loco de la calle.
Finalmente, un día, cuando Miguel se dispuso a beber agua de la acequia, observó en el reflejo sus flameantes barbas, y con lágrimas en los ojos exclamó: “Noches alegres, mañanas tristes, barbas de miércoles, para que salieron”.