Armando Trelles-Castro
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Contemplar todo como natural y normalizado es un camino de servidumbre. Los detalles históricos al respecto abundan en ejemplos. De todos esos ejemplos, la enseñanza más notoria la blande Napoleón en sus reflexiones sobre el libro El príncipe: “el mundo está compuesto de necios y, entre la multitud esencialmente crédula, se encontrarán pocas personas que duden, aunque no se atrevan a decirlo” (Infante, 2019).
La comodidad y el conformismo son la domesticación del pensamiento. El ser humano en nuestra época ha dejado de ser comunitario para transformarse en rebaño. Y la estructura social con sus aparatos educativos, genera cada vez más reces para el sacrificio. Se sacrifica vidas humanas cuando no se piensa ni se cuestiona. Ante ese estado de inacción se da libre paso a que cualquier injusticia sea vista como una regla y cualquier acto de redención sea visto como una excepción. Por esa razón, pensar y cuestionarse es contracorriente, porque implica dejar de seguir para comenzar a plantearse la pregunta: ¿por qué actúo como lo hago?
Sucede que actuamos como lo hacemos porque estamos bajo shock. Nuestros cerebros se cocieron bajo la corriente, y esa corriente es la repetición, la rutina, la comodidad. Desde temprana edad más allá de explotarse nuestra imaginación y la empatía, se inculca la memorización y la competencia. Y si se falla en memorizar y competir, inmediatamente la situación que atravesamos se convierte en un arma para torturarnos. Comienzan a compararnos con aquellos que memorizan y repiten bien y, por lo tanto, son vistos como más competitivos.
Nos dominan las creencias, y la mayor creencia es que mientras más información exista seremos más libres. Lo cual es impreciso, como vemos, pues somos libres cuando cuestionamos, porque la libertad comienza con la afirmación de esa posibilidad, al decir de Fichte. Sin la duda no hay libertad y el conformismo es su enemigo.
Comparando a los que obedecen y los que quedan agotados por esa postura, quedan dos bandos: los que pueden y los que no. Esa división demoniza al que supuestamente no puede, para que, en algún momento, forzados por la humillación de verse comparados, logren hacer lo que otros hacen y como ellos proceden, es decir, sin capacidad inventiva. Es como si se buscase poseer toda la subjetividad del otro. Algo así como si una entidad maligna hiciera posesión de un desafortunado.
El resultado es aprender a obedecer y callar. No significa que esté prohibido pensar, sino que en una sociedad como la nuestra, es complicado que alguien formado en condiciones así pueda hacerlo. Y ahí está lo grave de lo gravísimo de nuestra situación: aún no pensamos, como diría el filósofo Heidegger (2005). No pensamos porque cuando aprendemos damos por supuesto que el rol es recibir pasivamente lo que nos enseñan, lo cual no es malo en sí mismo, sino que el problema se encuentra al momento de considerar otras propuestas, de aprender con otros puntos de vista o cuestionar la lección, reflexionarla, discutirla. El problema es considerar que todo aquello que se aprende es la verdad, por lo tanto, todo está dicho y no queda más por decir ni por inventar.
Es visto el conocimiento como un asunto restringido a los genios. Pero no es así. Los que hicieron los conocimientos que debemos aprender más que genios han sido inconformistas y grandes apasionados. Sus inquietudes partieron desde la más fructífera imaginación y prefirieron abandonar dogmas para abrazar la incertidumbre. Los que inventaron la escritura, el arado, las matemáticas, la física, la teología, la religión, la gastronomía, la filosofía, el arte, etc.; hicieron todo eso porque no sabían que no podían hacerlo. Porque, al contrario, todo les faltaba y no podían perder nada, salvo, en algunos casos, la vida porque muchas veces pensar es enfrentarse a quienes se benefician de la ignorancia y la obediencia, es decir, los dominadores.
Ahora, frente al mar de conocimientos que abundan y muchos de ellos cada vez son más accesibles, seguimos en shock, el problema continúa. El no pensar se manifiesta y cuelga como una espada amenazante sobre nuestras cabezas. Lo cual lleva a pensar que la información no es el problema, que estar enterados no garantiza otra cosa que saber más. Y que el mar de conocimientos puede implicar un centímetro de profundidad. Porque, como lo demuestra la neurociencia (Sigman, 2015[U1] ) cuando se estudia en realidad se está aprendiendo la manera en que otro aprendió. Por esa razón, todo lo que estudiamos no lo tendremos eternamente memorizado, entonces, ¿cuál es el objetivo del aprendizaje? Es poder pensar por cuenta propia y crear, para poder vivir en mejores condiciones.
Sucede, sin embargo, que, habiendo mucha información y conocimientos, estamos más sujetos a la repetición que a la creación. Nos dominan las creencias, y la mayor creencia es que mientras más información exista seremos más libres. Lo cual es impreciso, como vemos, pues somos libres cuando cuestionamos, porque la libertad comienza con la afirmación de esa posibilidad, al decir de Fichte. Sin la duda no hay libertad y el conformismo es su enemigo. Pensar que los conocimientos sólo sirven para repetirse y no para inspirarse, contribuye a recortar la posibilidad de mejorar lo que aprendemos y volverlo un instrumento con el cual podamos conseguir vidas mejores.
Cuando no se persigue vivir mejor, cuando caemos en el conformismo, cuando nos suponemos individuos al margen de la comunidad política; además de no pensar, condenamos a otros. Este problema es estudiado por Arent (Infante, 2019), quien ante el mal en la sociedad percibe que generalmente lo comenten personas que han normalizado las injusticias. Ellas obedecen a ciegas, son parte de la estructura política que genera injusticias y ante ninguna acción suya piensan que es condenable porque sólo siguen órdenes. Pueden mandar a matar a inocentes o hacerlos ellas mismas, pero no sentirían remordimiento, porque el mal lo han banalizado, es decir, lo ven como algo insignificante.
Ante la posesión de nuestra subjetividad, la agresiva forma de podar nuestro inconformismo, que deviene en la banalidad del mal, no queda otro remedio que el de exorcizarnos. Expulsar el demonio de la obediencia ciega para hacer de la injusticia algo insignificante, de la desigualdad una cosa natural y de la escasez de ideas una alabanza a la estupidez. Exorcizarnos implica volver a lo que no sirve. Por ejemplo, el pensamiento que no sirve a nadie es la filosofía, como diría Deleuze (Infante, 2019). No sirve porque no se postra de rodillas ante nadie, ni ante el Estado, ni ante la política, ni ante la enseñanza. Por el contrario, hace de la estupidez, de la banalidad del mal y del conformismo, cosas vergonzosas.
Sartre (2016) decía que la vergüenza es un sentimiento revolucionario. Tenía razón, hace falta tener ese sentimiento, porque genera que las personas decentes puedan sentirse humilladas por quienes aprovechan su tolerancia y la pasividad, para someter a las mayorías. Hace falta mucha vergüenza para que los que tienen mucho que reclamar lo hagan de una vez e impidan que la escoria social se apodere del mundo y lo siga destruyendo. Hace falta avergonzarnos de nuestro conformismo, para que se nos haga más pesado, sumándole la conciencia de que al seguir así nos condenamos por los siglos de los siglos.
Referencias bibliográficas
Heidegger, M. (2004). ¿Qué significa pensar? (Trad. Gabás, R.). Ariel.
Infante, E. (2019). La filosofía en la calle. Ariel.
Sigman, M. (2015). La vida secreta de la mente. Nuestro cerebro cuando decidimos, sentimos y pensamos. Debate.
Sartre, J. P. (2016). Prólogo, en Los condenados de la tierra. Ministerio del Trabajo, el Empleo y provisión Social, Bolivia.