Armando Trelles-Castro
atrellesc@unsa.edu.pe
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-7389-0695
Si dejas un grupo humano sin tradición pierde su esencia. Si ese grupo humano no solo no se identifica con esa tradición, sino que ni la ha tenido; entonces, está condenado, en el mejor de los casos, a someterse, y en el peor de los casos, a desaparecer. Porque la tradición es la herencia que se trasmite para que cada nueva generación se identifique con sus semejantes, con aquellos a los que considera iguales, que mantienen características con las cuales puedan reconocerse. La tradición es el ADN cultural.
Para destruir a una persona hay que dejarla sin identidad, hacerle creer que la vida no tiene sentido, porque si no lo tiene tampoco hay razón para tener voluntad. Se sabe que la fuerza de voluntad hace posible aquello que no lo parecía. Incluso más allá de la voluntad de poder está la voluntad de vivir, la voluntad de considerar que por más corta que sea la existencia es posible e incluso necesario hacer algo por ella, porque hacerlo significa alimentar y perfeccionar lo que se heredó. Es como no dejar que la fogata se apague y la tarea radicaría en alimentar ese fuego, para que cuando no estemos perdure y otros lo aprovechen, preparen sus alimentos y les sea posible hacer más de lo que cuando estuvimos vivos se pudo hacer.
La tradición genera identidad y la identidad genera tradición. Ambas están mediadas por la voluntad. Y todo esto en conjunto enciende el fuego vivo de la creencia, que no es otra cosa que la voluntad multiplicada por su máxima potencia. La creencia no puede alimentarse de un fuego impío, porque de esta manera es profanada y quien la profane quedará condenado o desterrado de la comunidad que encarna esas creencias. Y al fin y al cabo una tradición no es nada sin que exista quienes crean en ella.
Lo más trascendental, entendido como aquello que perdura y es la base del comportamiento humano, es aquello que sirve como punto de partida para formar el conjunto de conocimientos que son parte de la vida. Es decir, de cierta manera el ser humano es la medida de todas las cosas (homo mesura). Y todo saber que nace de la necesidad de conocer es útil aun así no se le encuentre una utilidad inmediata. Porque si sólo se tratase de buscar aquello que sea inmediatamente aprovechable, nos pareceríamos a cualquier otro animal y todo lo que consideramos memorable estaría olvidado para siempre.
De las creencias más grandes, que suelen agitar los corazones, que movilizan a las ideas y sacuden las conciencias, nace los ideales. Los ideales no son propiedad privada, son patrimonio inmaterial de todos los que se sienten identificados con ellos. Hasta el liberalismo, que tiene como punto principal la defensa de la propiedad privada a la cual le correspondería la defensa de la libertad individual, no podría hacer posible lo que dice si es que considerase que ese ideal fuese propiedad privada de la persona a la que se le ocurrió pensar así.
La revolución comienza por aquellos cuyos sentimientos desbordan, queman e, incluso, asustan. No podría cambiar el mundo alguien cuyos sentimientos desvanezcan por puro capricho, que varíen según las circunstancias, que sólo busquen la alegría pero que no sean capaces de asumir la tristeza y el dolor. El que puede enamorarse perdidamente, por más que el mundo esté en su contra, continuará la labor impuesta, porque, así como Atlas sostenía al mundo, su amada o amado, sostendrá su voluntad.
Lo transcendental en la humanidad son sus ideales. Creer en ellos es una elección que nace a partir de una transformación existencial. Es convertirse en parte de todas las personas que vivieron y murieron por esos ideales, y formar parte de ellos es formar parte de una tradición. Incluso, no importa estar o no de acuerdo con la forma en que otros pensaron para defender esas creencias, sino que más importante es aportar a la mejora de aquellos argumentos. Hacerse parte de esa tradición es identificarse con quienes creyeron en lo que se da por asumido. Porque el ideal no triunfará por sí mismo, ni tampoco por todo lo que se le pueda entregar. El triunfo del ideal es renacer espiritualmente en las nuevas generaciones sumadas a esa idea.
En nuestro tiempo, donde cada vez la tradición y la identidad es borrada, por lo tanto, muchos grupos humanos pierden el sentido de la vida; una de las tradiciones que más esfuerzos reclama es luchar por las óptimas condiciones de vida de los trabajadores del mundo. Porque para satisfacer al mercado global hace falta esa masa de personas que sirven como peones de los poderes económicos y cuya necesidad de subsistir los empuja a tomar puestos laborales precarizados. No pueden ser libres, sus vidas están sujetas a la satisfacción inmediata de sus necesidades, por más que las condiciones en que lo hagan vuelvan vulnerables sus condiciones de vida.
Quienes se identifiquen a sí mismos con aquellos que buscan superar ese estado de precariedad laboral, de explotación del trabajo y del abuso sistemático en contra de las personas cuya existencia se ve sometida a esa forma de vida; tienen necesariamente que reconocer en la obra del filósofo Marx una parte de su tradición. Y más que reconocer en su obra un legado, deben conocer su vida, para que conste lo que vivió y no sea edulcorado o mal interpretado. Porque ningún ser humano es perfecto y mucho menos quienes se embarran completamente en la política, donde todo acto que pueda contribuir a su descrédito será utilizado en su contra. De esto pueden dar fe los que alguna vez participaron en alguna actividad política o partidaria.
Es bueno conocer la vida de quienes se dedicaron a una causa. En su biografía se hallan las pistas que ayudan a entender la obra intelectual que realizaron, porque esas obras no se escriben únicamente porque al autor se le ocurren de la nada, en muchos casos, como en el de Marx, aquello no hubiera sido posible sin el apoyo incondicional de su familia y de sus amigos íntimos, que creyeron en él antes que el mundo lo conociese, antes de ser lo que hoy recordamos (Gabriel, 2014). Este ejercicio mata dos pájaros de un solo tiro: en primer lugar, libera de prejuicios sobre la persona, para no endiosarla o condenarla y, en segundo lugar, enseña que luchar por los ideales no es algo reservado a los santos o santas. El ser humano lleva consigo muchos defectos, pero, ¿esos defectos tendrían que volvernos indignos e impuros para comprometerse con ideales liberadores?
El ser humano indudablemente cometerá errores. En muchos casos hasta sacrificará toda su felicidad y la de los que lo rodean por causa de sus creencias y porque acepta que aun así no se reconozca su esfuerzo, no importa, porque quien defiende con su vida la vida de sus semejantes, el derecho de que vivan dignamente, no tiene por qué colocar ese sacrificio como credencial para que sea recordado y su vida maquillada y perfeccionada. Por el contrario, quienes luchan no suelen tener finales felices. Quienes optan por ese camino, siempre serán mal vistos, mancillados, despreciados, perseguidos, maldecidos, calumniados, desacreditados, insultados, perjudicados. Así ocurre cuando la lucha es de verdad y no una apariencia. Si no les pasara todo eso, significaría que la humanidad es perfecta y que a todo ser humano se le hace justicia, ¿pero acaso la justicia existe por sí misma? ¿acaso la justicia no es un ideal por el que murieron, mueren y morirán las personas que creen en él?
Si por luchar por los ideales no hay reconocimiento, si en vez de loas hay calumnias, si en vez de satisfacción hay carencias, si en vez de comodidad hay sacrificio, ¿están condenados los idealistas a vivir infelices? No. Eso lo supo el filósofo al cual se le rinde homenaje. Decía que la felicidad en sí es luchar y el triunfo del ideal en realidad es que perdure, se haga tradición y voluntad de vida, sea, en fin, creencia encarnada. Recordemos sino a los profetas de la tradición judeo-cristiana, ¿alguno de ellos vivió feliz para siempre? ¿acaso a los cristianos primitivos no se les crucificó y persiguió para extinguirlos? Entonces, actualmente, al precariado, es decir, a esa inmensa masa de personas que ni tiene el privilegio de ser explotadas, sino que incluso son despojadas de toda oportunidad de subsidencia, ¿acaso no le queda otra elección más que la de enfrentarse al mundo que las oprime?
Finalmente, no puede ser revolucionario quien no haya tenido un gran amor ni grandes amistades inquebrantables. La revolución comienza por aquellos cuyos sentimientos desbordan, queman e, incluso, asustan. No podría cambiar el mundo alguien cuyos sentimientos desvanezcan por puro capricho, que varíen según las circunstancias, que sólo busquen la alegría pero que no sean capaces de asumir la tristeza y el dolor. El que puede enamorarse perdidamente, por más que el mundo esté en su contra, continuará la labor impuesta, porque, así como Atlas sostenía al mundo, su amada o amado, sostendrá su voluntad. El quijote debe tener a su Dulcinea y viceversa, porque el amor conlleva a la revolución y la revolución conlleva al amor.
Referencias bibliográficas
Gabriel, M. (2014). Amor y Capital. Karl y Jenny Marx y el nacimiento de una Revolución. (Josep Sarret, trad.). El viejo Topo.