Kevin H. Montoya-Cruces
kmontoyacr@unsa.edu.pe
https://orcid.org/0000-0002-2775-5476
Lo que tengo que relatar aconteció en un universo paralelo al nuestro, en una realidad distorsionada, un poco absurda para nosotros, pero no distante de nuestra realidad. En este mencionado universo paralelo sucedían cosas muy raras, como las que estoy a punto de contarles.
Sucedió en una ciudad de colores grises y mate, en donde las aves revoloteaban los cielos, los gatos eran vegetarianos y los hombres se levantaban a trabajar todos los días de la semana. Es allí donde Carlet, una joven psicóloga, no sabía lo que le esperaba al iniciar su propio consultorio.
Nuestra psicóloga había trabajado por cuatro años en el hospital psiquiátrico del gobierno, lo hizo desde que estuvo en la universidad porque necesitaba dinero para pagar sus estudios. Además, fue una estudiante destacada y por su ciudad reconocida, ya que siempre fue disciplinada, solidaria y sobre todo muy buena en su trabajo.
Tuvo gratos momentos en el inicio de su emprendimiento, ayudaba a casi todas las personas del pueblo, y estas le retribuían con reconocimiento, “Pase usted, señorita Carlet”, “Dichosos los ojos que la ven despertar cada mañana, señorita”, elogios de los citadinos. Todo parecía tan perfecto que era imposible pensar en lo desgarrador que puede llegar a ser nuestra vida, y como puede cambiar todo en un par de palabras o unos segundos.
En esos momentos, ni los mejores profesionales saben cómo actuar o responder, Carlet solo atinó a decir, “La sesión de hoy terminó, es momento de que vayas a casa y descanses”. El joven se retiró del consultorio con una carga menos, había compartido su dolor, estaba listo para seguir con su trabajo nocturno, tal vez solo quería ser escuchado y sentirse apoyado.
Es así como comenzó todo aquel día, tocaron dos veces la puerta y Carlet respondió presurosa, “Pase, está abierto”. Al entrar la luz al consultorio se dejó entrever un joven, alto, buenmozo, con una sonrisa encantadora y un terno de destellante finura, “Buenos días, ¿es usted la doctora Carlet?” dijo el joven, “Sí” respondió airosa nuestra psicóloga, “Logré escuchar mucho de usted, es por eso que me presento y pido sutilmente una sesión con tan deslumbrante profesional”. Carlet aceptó, actuó como de costumbre, inició el historial clínico y tuvieron una larga plática.
Carlet no se dejó envolver en la sonrisa ni la caballerosidad del joven, el profesionalismo era destacable en ella. Pero hasta el mejor cazador dispara al aire, al parecer el joven se sintió muy cómodo con nuestra psicóloga, pues empezó a visitar el consultorio de Carlet casi a diario, tanto así que las personas de los alrededores empezaron a ver con recelo al joven, ellos no creían que alguien pudiera tener tantos problemas en un par de días.
Cierto viernes por la tarde el joven volvió a visitar a nuestra psicóloga. Esta vez no estaba bien puesto, traía la camisa un poco arrugada y en el cuello un pequeño rasguño- “¿Qué sucedió?” preguntó Carlet, el joven un poco triste respondió que había tenido un problema en el trabajo, que ya no podía aguantar más. Carlet empezó a utilizar todas las estrategias y su talento para poder descubrir qué es lo que pasaba, el joven era un poco reservado con lo que decía, siempre hablaba de manera general, un poco vaga, como si no quisiese contar lo que realmente guardaba.
Luego de una ardua conversación, Carlet logró que el joven le contase lo que sucedía, pero fue algo que nunca debió escuchar. Estoy seguro de que hasta Dios se arrepintió en ese momento de haberle otorgado el talento a Carlet, porque fue allí donde conocería la oscuridad que guardan los corazones de los hombres. “Señorita Carlet”, dijo el joven, “ya no puedo más, cargo con el peso de mil conciencias juntas, yo soy el mal llamado asesino, soy el hombre que estuvo quitándole la vida a otros hombres”. Carlet enrojeció y por primera vez sintió como una gota de sudor fría recorría su mejilla.
Era bien sabido que un hombre vestido de gala asesinaba a las personas por las noches, pero como casi la mayoría de los hombres, nunca prestamos atención a los problemas mientras no choquen con nuestros intereses. Carlet sintió que debía de salir corriendo, pero permaneció inmóvil en su silla. “Señorita, no me juzgue”, dijo el joven, “Yo no soy un asesino, los asesinos matan por placer, yo mato por un bien, aniquilo a los delincuentes, a los que roban y no son juzgados, a los corruptos, a los que violan, a los que engañan”. Prosiguió después de un pequeño silencio, “¿Es correcto matar a otros hombres? ¿matar malas personas me convierte en una de ellas? ¿quién tiene la suficiente capacidad moral para juzgarme?”
Carlet no podía hablar, pero tomó fuerza de donde no la tenía y dijo, “El hombre que fue asesinado la noche de ayer… ¿Fuiste tú?”, “Sí” respondió el joven, Carlet rápidamente increpó, “Ese hombre era un prestamista de dinero, no le hizo daño a nadie”, a lo que el joven respondió, “Muy falso señorita, ese hombre se dedicaba a engañar a las personas y a quitarles sus bienes, iba a dejar sin su único sustento a una madre soltera, y así como ella a muchas otras personas más, era necesario aniquilarlo”.
Carlet escuchaba paciente y temblorosa todo lo que el joven le comentaba, “También fui yo quien aniquiló al secuestrador de niños, igualmente fui yo quien mató a Bernardo, el violador que quedó libre porque su hermano era y es el juez supremo de la nación. Creo que soy un mal necesario señorita”.
En esos momentos, ni los mejores profesionales saben cómo actuar o responder, Carlet solo atinó a decir, “La sesión de hoy terminó, es momento de que vayas a casa y descanses”. El joven se retiró del consultorio con una carga menos, había compartido su dolor, estaba listo para seguir con su trabajo nocturno, tal vez solo quería ser escuchado y sentirse apoyado.
Carlet después de haber meditado unos minutos emprendió una caminata presurosa hacia la comisaria más cercana. Rápidamente confesó todo, dio los datos requeridos y la policía en menos de lo que canta un gallo atrapó al joven. Lo encontraron a punto de matar a un político que se había enriquecido a costas de dinero público.
Carlet logró cruzar mirada con el joven, cuando éste estaba siendo introducido a la celda. Solo había un inmenso dolor en el aire, un suspenso de entendimiento, saber si hizo bien o si hizo mal, mas es así como Carlet creyó que se debió actuar. Esa noche Carlet se retiró a casa muy tarde.
Pasaron unos días luego del incidente y nuevamente un viernes por la tarde tocaron la puerta del consultorio. “¿Quién es?” dijo Carlet, “La policía”, respondieron unos hombres, “tenemos una orden de arresto contra usted”.
Carlet fue llevada a prisión por violar el secreto profesional del psicólogo, fue sentenciada por el juez supremo de la nación. En dos meses el político que iba a ser asesinado por el joven asumió el cargo de presidente de la república y empezó a cobrar todo lo que invirtió en su campaña electoral, los delincuentes ya no tuvieron miedo y empezaron a recuperar el tiempo perdido. Por muy poco se parece a nuestra realidad, pero este relato sucedió en un universo paralelo.